Este año conocí a Mariela Ivanier en un almuerzo, gracias a una amiga en común. Me llamó la atención su mirada atenta y su atuendo colorido: una túnica, collares grandes y anteojos de marco ancho. Sin duda, alguien con personalidad, pensé. La había cruzado alguna vez en un evento, pero nunca había tenido trato con ella.

Sabía que era colega y experta en gestión de crisis. Poco después coincidimos en una interconsulta por un cliente y, a partir de allí, empezaron a surgir encuentros —siempre por iniciativa de Mariela— que me permitieron conocerla más hasta llegar a esta entrevista.

Una de esas invitaciones fue a un evento en su casa. Allí descubrí su mundo, enmarcado en la Colección Rivarola: unas 400 obras de arte, supe después. En ese momento me limité a observar: el recibidor, el bar azul, el living (que también es su oficina), el comedor, el dormitorio “rojo amor” y hasta el vestidor, todos colmados de arte.

Sí, también el vestidor, porque Mariela abre su casa de par en par, literalmente. “Mi intimidad está en otro lado, no en que conozcan mi vestidor. Yo tengo una vida personal, muy personal, como casi todos, que no está en este departamento ni en esta colección ni en los objetos”, sentencia con claridad.

Donde se mire hay obras, pero también colecciones de objetos: jarrones, estuches de anteojos, muñecas, animales en miniatura. Mariela colecciona arte desde hace 28 años. “El arte es un profundo disfrute, no hay reflexión ni demasiado análisis, es puro corazón y panza. Como digo yo, es tripa. El arte no es una terapia, es un espacio de juego y de disfrute, claramente”, detalla con entusiasmo.

De la crisis y el caos a la armonía

Lo primero que pensé al entrar a su casa fue: ¿cómo tanta obra puede coexistir de manera armónica siendo cada una tan única? Podría ser un caos absoluto. Una crisis visual. Pero Mariela es experta en manejar situaciones complejas. Y ese expertise le permite armonizar lenguajes, personas y personalidades tanto en su trabajo como en su vida personal.

Mariela Ivanier: el arte de la abundancia

Gestionar crisis implica gestionar personas y empresas, con sus egos, miserias, complejidades y momentos de debilidad. “Es un trabajo muy demandante: tengo clientes que atraviesan situaciones complicadas y que requieren no solo de una mirada, sino de una segunda mirada y de una escucha. Las decisiones que uno toma tienen una implicancia muy fuerte en la vida del otro, en la vida de los demás, y eso me genera una enorme responsabilidad”, explica con claridad.

Lo diverso nutre y enriquece

También participé de uno de sus famosos Tés de colección. Allí entendí que Mariela logra con las personas lo mismo que hace con el arte en su casa: que la diversidad conviva y se enriquezca.

Le gusta tender puentes entre personas de distintos ámbitos. Abre sus puertas a conocidos, amigos y completos desconocidos, los presenta, les da un motivo y abre el diálogo. “Me encanta pensar que esas dos personas nunca se hubiesen conocido si este encuentro no ocurría. Y que a partir de ahí pueden hacer algo juntos: enamorarse, hacer negocios, hacerse amigos, volver a verse. Eso me da un enorme placer”, resume.

Y su profesión se vuelve vocacional en estos encuentros: “Con un agregado que te sumo y que para mí es un desafío: muchas veces concurre gente, voluntaria o voluntariamente, que tiene algún conflicto. A mí me gusta desafiarme a mí misma y saber que ese conflicto, gracias a mí o a no incomodarme cuando los recibo, se diluye”.

Aquello que antes era natural —que las personas se conozcan cara a cara y hablen mirándose a los ojos— hoy, con el mundo digital, parece haberse desprestigiado. Todo se traslada a lo virtual, incluso cuando la gente se reúne sólo para producir contenido, pero sin estar realmente presente.

El arte como disfrute y como acto de compartir

Además de disfrute, el arte es la melodía central en la vida de Mariela y siente la necesidad de compartirlo. De allí nacen sus eventos.

Té de colección comenzó hace quince años. “Hubo una conversación fundacional con mi hija Mora, que en ese momento tenía 10 años. Le expliqué que teníamos cosas muy lindas como para no compartirlas y ella estuvo de acuerdo. Yo quería invitar a gente para que las disfrute y, al mismo tiempo, enseñarle a mi hija a recibir. Eso se aprende en casa, no en un curso”, recuerda.

De ese ciclo nació un libro en coautoría con Gabriela Kogan y, durante la pandemia, el segundo: El arte está en casa, una compilación de 141 relatos de mujeres y su relación con el arte.

Otro proyecto es Arte en pequeño formato, una muestra anual organizada junto a Victoria Baeza, Santiago Arce y Mariana Gallegos de Los Santos. “Este año nos animamos a hacerlo en el Museo de Arquitectura. El pequeño formato es más accesible: alguien que nunca compró arte difícilmente arranque con un cuadro de dos metros por dos, pero sí puede animarse a uno de 30×20. Y lo logramos: en esta edición se vendieron cerca de 150 obras”, celebra.

Intensidad, pasión, abundancia

Todo es intenso en el mundo de Mariela Ivanier: el color, las palabras, el arte, los vínculos. Ella misma lo resume: “Soy abundante. Abundante en temas, en gente, en arte. Soy exagerada. Profundamente exagerada”.

Sin embargo, al preguntarle por sus pasiones principales, sorprende: “Mis dos grandes pasiones en este momento no están colgadas en ningún lugar: son mi hija Mora y mi compañero Santiago, un hombre bueno, que me costó muchos años encontrar”.

Definirse en una palabra

Cuando le consulto cómo le gustaría que la definieran, la abundante Mariela se queda en silencio por primera vez: “Mirá el silencio que provocaste. A mí me gustaría que me definieran como una buena persona”.

Recuerda entonces a su abuelo José, quien con solo séptimo grado se convirtió en un gran empresario en San Juan. “Hay una palabra en ídish que lo define: mensch. Significa buena persona, alguien trascendente, importante para su comunidad. Eso era mi abuelo y me gustaría heredarlo”.

Mariela Ivanier: el arte de la abundancia

La emoción la invade al evocar su muerte: “Cuando murió, en San Juan cerraron los comercios para acompañarlo. Yo tenía 16 años. Recuerdo al ciego que siempre vendía ballenitas en la puerta de su negocio; mi abuelo siempre le compraba. Cuando pasó el camión con su féretro, ese hombre gritó: ‘Adiós Don José’. Después no pude ver más. Como el ciego”, relata con lágrimas en los ojos.

Esos mismos ojos —curiosos y atentos, que me sorprendieron en nuestro primer encuentro— son ahora el telón final de una entrevista abundante en emociones.